La paradoja de la luz

Ella no recordaba su nombre, ni su edad, solo existía. Un suspiro de hidrógeno y helio en la negrura. Su único dogma era un amor absoluto y lejano: el Sol. Un dios dorado e inalcanzable del que solo recibía noticias con ocho minutos de retraso, ecos de una belleza ya pasada.
 
Ella, ignorante de su propio fulgor, se consumía en su adoración en la distancia. Así, un día, la nostalgia superó el umbral crítico de su paciencia. En un acto de fe desesperada, decidió violar todas las leyes de su existencia. No calcularía trayectorias; simplemente se desintegraría.
 
Estalló en un grito final de luz y color—una supernova—, lanzando al vacío todo lo que era, todo lo que había sido, con la única esperanza de que alguna partícula suya, un átomo de su ser, llegara a calentarse junto a su amor.
 
Lo que nunca supo es que, en su catastrófica y hermosa destrucción, se convirtió, por un instante, en el objeto más brillante de la galaxia. Y que la luz de su sacrificio, viajando a 300.000 kilómetros por segundo, inició así una nueva historia, donde otros la verían y admirarían, recordando en un deseo, su efímera existencia.
 
Así ella murió, se desvaneció en un instante creyéndose invisible para alcanzar una luz, sin saber que había convertido el cielo, por unos instantes, su propio escenario.
 

Macarena Fredes Araya
1er Lugar Categoría Educación Superior
Doctorado en ciencias de la Ingeniería, mención ingeniería industrial
Universidad de Santiago de Chile